miércoles, 12 de octubre de 2011

FUNDAMENTOS DIVINOS DEL ABSOLUTISMO

LEGITIMACIÓN DEL PODER ABSOLUTISTA DE LOS REYES
Observad los mandatos que salen de la boca del rey y guardad el juramento que le habéis prestado […]. La palabra del rey es poderosa y nadie puede decirle: ¿Por qué obráis así? (Eclesiastés, 8, 2-5). Sin esta autoridad absoluta el rey no podría ni hacer el bien ni reprimir el mal: es preciso que su poder sea tal que nadie pueda esperar escapar a él; la única defensa de los particulares contra el poder público debe ser su inocencia. Cuando el príncipe ha juzgado, ya no hay otro juicio. Los juicios soberanos se atribuyen a Dios mismo. Cuando Josafat estableció jueces para juzgar al pueblo dijo: No juzguéis en nombre de los hombres, sino en nombre de Dios […]. Es preciso obedecer a los príncipes como a la justicia misma. Ellos son dioses y participan de algún modo de la independencia divina. Solo Dios puede juzgar sus juicios y sus personas. El príncipe puede corregirse a sí mismo si se da cuenta de que ha obrado mal; pero contra su autoridad solo puede haber remedio en su autoridad. Solo al príncipe pertenece el mandato legítimo; por tanto, solo él posee la fuerza coactiva. […]
El príncipe es, por su cargo, el padre del pueblo; por su grandeza está por encima de los pequeños intereses; más aún, toda su grandeza y su interés natural consisten en que el pueblo permanezca, pues si falta, él ya no será príncipe. Por tanto, no hay mejor que dejar todo el poder del Estado a aquel que tiene más interés en la conservación y en la grandeza del propio Estado.
J. B. BOSSUET, La política sacada de las propias palabras de las Sagradas Escrituras, 1709 (publicación póstuma)
JUSTIFICACIÓN DEL PODER ABSOLUTO. 
Antes de que hubiera Estado había reyes; de donde se sigue que son los reyes quienes han hecho las leyes y no las leyes quienes han hecho los reyes. Es evidente que el rey es dueño de todos los bienes. Su derecho le viene de Dios y solo a Él ha de rendir cuentas. Todos los poderes en el Estado derivan de su poder y todos le deben la más completa obediencia.
JACOBO I, La verdadera ley de las monarquías libres, 1598


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