Penélope no necesita a un marido, no es un esposo lo que busca, tiene más de cien pretendientes que revolotean alrededor de sus faldas desde hace años aspirando a ese título y fastidiándola. No quiere un nuevo marido, quiere a Ulises. Quiere a ese hombre. Quiere exactamente "al Ulises de su juventud". Jean-Pierre Vernant, El universo, los dioses, los hombres. Penélope, la esposa de Ulises en la Odisea, encarna el modelo literario de la fidelidad, la mujer sumisa que espera en casa al héroe ausente. Sufre una marginación asumida. Ulises combatió durante diez años en la guerra de Troya, y tardó aún otros diez en volver a su casa en Ítaca, un larguísimo periodo de tiempo en el que tuvo que vencer todo tipo de peligros y vivió diversas aventuras con diosas y ninfas. Mientras, Penélope aparecía representada en el arte antiguo como una figura sentada, era la imagen paciente de la melancolía. Pero la Penélope del escultor francés Antoine Bourdelle se ha levantado con un impulso decidido y esto nos obliga a revisar la tradición, a descubrir en su espera y su nostalgia una señal de autonomía y de resistencia. Es una mujer enamorada, por eso espera al hombre que ama. Es también una madre tierna y sola. Su cuerpo rotundo nos pide respetar a la reina de Ítaca, depositaria del reino, capaz de defenderlo con su inteligencia astuta y de conservarlo para Ulises. Para engañar a los príncipes que aspiraban al trono, Penélope les prometió elegir marido cuando terminara la tela que estaba tejiendo, el sudario para su suegro, el anciano Laertes. Pero cada noche destejía la labor hecha durante el día, y así evitaba la obligación de volver a casarse. La heroína dibujada por Homero en la Odisea era la activa tejedora de una soledad fructífera, la mujer astuta que acabará reencontrándose con su hombre astuto, una interlocutora al nivel del héroe, Ulises, la inteligencia casada con la inteligencia. Una historia diferente imaginamos en la estrecha Habitación de hotel de Edward Hooper, donde una mujer joven lee un papel sentada en la cama. La semidesnudez de la muchacha contrasta con la luz fría y el espacio despersonalizado de la habitación. Se ha liberado de la ropa y los zapatos. Pero no se tumba en la cama, tampoco cierra del todo la persiana ni las cortinas. La cama está hecha. Acaba de llegar. No ha deshecho el equipaje. ¿Qué ha venido a hacer a este lugar? ¿Donde está? ¿La espera alguien? ¿Cuanto tiempo se va a quedar? Si el tema es el viaje vemos demasiado poco, a Hooper parece no importarle el sitio al que ha llegado. Sin embargo, es la soledad de la viajera la que llena la habitación. "Las heroínas modernas de la soledad ya no se identifican con Penélope, sino con Ulises" -apunta Guillermo Solana-,no esperan al héroe ausente, sino que se convierten en viajeras con él". Hooper ha destacado a la mujer al dejarla en sombra en un espacio bien iluminado. El contraluz que oculta sus facciones resalta su silueta. Por un comentario recogido de los cuadros del artista que llevaba su mujer, la pintora Josephine Nivison, sabemos que el papel doblado que estudia la joven es sólo un horario de trenes. Viajar en manos de Hooper parece un relato mucho más rutinario que el contado por Homero. |
domingo, 19 de junio de 2011
Heroínas. Solas.
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